martes, 15 de abril de 2014

Huevos 'poché'


Sobre pisto manchego
Veamos el problema de la cebolla. No entraré en el apasionante debate —un tema recurrente en los últimos tiempos en el correo del lector del Guardian— sobre cómo pelar una cebolla sin lloriquear, aunque les advertiré que si intentan, como hice yo una vez, ponerse gafas de soldador, los cristales de plástico se empañarán enseguida y habrá mucha sangre en la tabla de picar. No, los problemas son los siguientes:
1) Para los escritores de recetas, sólo existen cebollas de tres tamaños, «pequeñas», «medianas» y «grandes», mientras que las cebollas en la bolsa de la compra varían desde el tamaño de una chalota hasta la de una bola de petanca. De modo que una instrucción como «Tome dos cebollas medianas» desencadena una búsqueda perfeccionista, en la cesta de las cebollas, de bulbos que se ajusten a dicha descripción (es evidente que, como «mediana» es un término comparativo, hay que compararla con todo el espectro de cebollas que posees).
2) Los verbos aplicables suelen ser «cortar en rodajas» o «picar», lo que yo, lógicamente, siempre entiendo que indica acciones distintas: «cortar en rodajas» significa cortar en capas una media cebolla para obtener un conjunto de semicírculos «picar» entraña incisiones longitudinales previas desde la punta hasta la raíz del bulbo dividido en dos, con el fin de obtener un montículo de trozos más pequeños. A las rodajas se las puede calificar de «finas»; a «picar» se le puede agregar «fino» o «grueso». De aquí resultan cinco métodos entre los cuales decidir y entretener el cuchillo. Por supuesto, si le das la vuelta a la pregunta y te planteas sensatamente: ¿alguna vez has servido o te han servido un plato donde las cebollas, en tu opinión, podrían o deberían haberse cortado de otra manera, la respuesta es, naturalmente: nunca. Pero el perfeccionista no sacará la conclusión de que desmembrar cebollas es una actividad infalible, sino de que hasta ahora todo ha funcionado bien sólo porque todo el mundo ha seguido con diligencia las instrucciones.
Todo esto explica por qué nunca hago caso de los tiempos de preparación estimados que algunas recetas incluyen como ayuda. Aunque se basan generosamente en un múltiplo de lo que tardaría un cocinero profesional, siempre son de un optimismo exagerado. A mi entender, los autores culinarios no se imaginan el tiempo que un diletante tarda en sostener una cucharada temblorosa mientras duda de la diferencia entre una cucharada «llena» O «colmada», o bien pondera la palabra «exceso» en una instrucción como: «elimine el exceso de grasa». Hace poco estuve analizando la frase «deje las judías en remojo toda la noche O mientras trabaja», y me pregunté seriamente si no contenía una insinuación de que una de las opciones pudiera ser mejor: ¿estaría el autor dando a entender que la legumbre se hincha mejor durante la tranquilidad de la noche que expuesta a la luz y el ruido diurnos?
Mucho más útiles que los teóricos y culpabilizadores tiempos de cocinado son las indicaciones de pausas, es decir, la fase en la que puedes parar, meterlo todo en la nevera y tomarte un descanso. A pesar de la evidencia empírica de que hay muchos platos que, recalentados, no pierden un ápice de sus cualidades, es un prejuicio difícil de cambiar. Fue Marcella Hazan, en su libro Classic Italian Cookbook, la que primero pronunció para mí estas palabras liberadoras: «Se puede preparar el plato hasta la etapa 6 con antelación.» E incluso, y aún mejor: «Se puede cocinar todo el plato varios días antes.»
De lo que más necesitamos liberarnos, en general, es de lo que podríamos llamar la falacia de los restaurantes. Salimos a comer, tomamos tres platos que llegan más o menos cuando el estómago los implora, y toda la parafernalia del local nos invita a creer que la comida ha sido preparada desde cero, especialmente para nosotros, en el tiempo transcurrido desde que la hemos pedido: un puñado de judías puestas a hervir en la cazuela, unas patatas asadas en el horno, un poco de bearnesa batida y todo lo demás. Y lo mismo les ocurre a todos los clientes del restaurante. Sabemos que esto es una perfecta estupidez, pero algunos seguimos creyéndolo, y el efecto es funesto cuando empezamos a cocinar para otros. Nos figuramos que hay que hacerlo todo de un tirón culinario que culmina unos segundos antes de servir la comida. Pero aunque esto fuera posible (que no lo es), olvidamos que en todo caso no sólo somos el chef. Se supone que somos también el camarero, el maítre, el encargado del guardarropa y el otro comensal chispeante.
Las tiendas de utensilios de cocina venden un montón de adminículos útiles y accesorios que ahorran tiempo. Uno de los más serviciales y liberadores sería un letrero donde el cocinero doméstico pudiera poner los ojos en momentos de tensión: ESTO NO ES UN RESTAURANTE.

Julian Barnes - El perfeccionista en la cocina 


Racismo dietético
Si el culturista pretende mejorar la raza, entendiendo que la raza bien entendida empieza por uno mismo, la sociedad en general mantiene una cruzada contra la gordura que incluye cierta hipocresía higienista, coartada de un racismo estético. Casi todos los regímenes de la teología de la alimentación se dirigen contra el gordo, considerado como aquella persona que pesa más de "lo debido", como si se tratará de un evasor de impuestos o de un exhibicionista de parque público. Los regímenes de adelgazamiento son hoy día, junto a la presión fiscal, los dos instrumentos de control social que se reserva la organización neoliberal de las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales del fin del segundo milenio.
Todas las familias de regímenes adelgazantes se dividen en dos: la hipocalórica omnívora y la hipocalórica vegetariana. En el principio, al reo de obesidad se le condenaba, casi de por vida, al miserable horizonte de ciento cincuenta gramos de carne o pescado la plancha, acompañados de toda la variada gama de vegetales que la Providencia instaló en el mundo para formar el paisaje y que los médicos arrasan convirtiéndolos en comestibles, o bien se le prohibía incluso el exceso de bestialidad que implica zamparse ciento cincuenta gramos en cada comida de animales terrestres, aéreos o marítimos, encerrándoselo en un comedor con la cosecha completa de hortalizas de la vega más próxima. ¿Cocina? El calor que cuece o asa las mínimas grasas, la mínima sal.
De hecho, no hay régimen más sincero que el que descansa en la represión, pero al fin y al cabo el triunfo o éxito de un médico no se basa exclusivamente en que diagnostique bien y sepa aconsejar las medidas sanitarias adecuadas, sino también en que el paciente le haga caso. Por la vía de los regímenes áridos, sólo los pacientes muy abrumados por el complejo de culpa, aquellos en vísperas de agonía o los muy disciplinarios secundaban los regímenes. A la fuerza, pues, la dietética particular, secundada más tarde por la pública, empezó a imaginar una posible cocina dietética que, respondiendo al propósito general hipocalórico, no convirtiera el paladar del paciente en una zona obsoleta del cuerpo. Así nace la cocina dietética propiamente dicha, que llega al máximo esplendor humanístico e imaginativo en la esforzada síntesis gastronómica de Michel Guérard recogida en "La nueva cocina de la esbeltez", propuesta que merece crédito porque ha sido elaborada por el mismo mago que en "La cocina suculenta" (la cuisine gourmande) demuestra saber cocinar también para seres normales. Del mismo modo que cierta crítica sólo depositó su confianza en el Picasso cubista, porque conocía al Picasso de las épocas azul y rosa, la seriedad de la cocina adelgazante de Guérard procede del hecho de que el gran cocinero no sólo sabe hacer cocina cubista o abstracta, sino que es muy capaz de pintar al óleo una cocina de personajes como el "Bollo de leche con tuétano de mantequilla roja". De la misma raza reformista con buenos propósitos gastronómicos, Raymond Oliver, en colaboración con el médico Michel Chast, se aplicó a obtener dietas comestibles y paladeables que sirvieran para no empeorar la diabetes, las enfermedades del hígado, la obesidad en general, las dolencias cardiovasculares o la vejez. Los pepinos al gratén o la sopa de pollo con yogur combaten eficazmente la diarrea, y frente al colesterol se puede guisar un Gravalax o salmón macerado a la manera escandinava, más sano que el salmón ahumado. Si se tiene el riñón delicado, nada hay como unas peras asadas con miel unas alcachofas rellenas de legumbres. Bienintencionada, la colaboración entre doctor Chat y el gran Oliver, padre espiritual de la "nouvelle cuisine", puede entenderse como una teología de la alimentación más próxima a la teología de la liberación que a la teología de la represión.
La hegemonía de los valores culturales exclusivamente represivos genera reacción y son muchos los intentos de redención de los pecadores facilitándoles expiraciones bien aderezadas. En línea con el eclecticismo positivo de Guérard y Oliver hay que situar la curiosa propuesta de Michel Montignac, especialista en relaciones humanas, conocedor pues del calvario de los almuerzos de negocios y relación, autor de un prometedor libro: "Cómo adelgazar en comidas de negocios". Un método drástico para compaginar comidas de negocios con delgadez es hacer mucho negocio y comer poco, frente al riesgo de comer demasiado y no hacer ningún negocio. Pero Montgnac sostiene que es posible la síntesis, aún a riesgo de que el comensal dedique más atención durante la comida a no pasarse en calorías que a conseguir un pedido o impedir que se lo coloquen en malas condiciones. En cualquier caso el libro tiene el enorme interés de reflejar una de las muchísimas complejidades gnoselógicas de la posmodernidad: cómo hacer tres cosas al mismo tiempo, no prescindir del placer de paladar, y de la eficacia de la gestión, ni conseguir el balance final de la salud arruinada. Brillat-Savarin sabía cómo desafiar los dos primeros términos combinados, pero habría tirado la toalla ante el triángulo de condiciones.

Manuel Vázquez Montalbán - Contra los gourmets

Vamos hoy con un receta dietética, o no, dependiendo sobre lo que los situemos. Huevos poché, escalfados o mollet. La variedad de ingredientes que se pueden emplear para enriquecerlos es infinita y abierta a la imaginación, gusto y bolsillo de cada uno. A bote pronto se me ocurren: caviar o sucedáneos, jamón, chorizo, trufa, perejil, foie, queso azul fundido.....

Grado de dificultad: Saber cerrar las bolsas

Ingredientes:
- Huevos de corral
- Una cucharadita de aceite de oliva virgen
- Sal y pimienta al gusto
- Papel film

Manos a la obra:
1 - Poner al European Jazz Trio jazzeando "El último tango en Paris".


Primer paso
2 - Cortar un trozo de film transparente de un tamaño superior al del recipiente que se vaya a utilizar, suficiente como para después envolver el huevo y hacer un saquito. Colocarlo sobre el vaso o taza (ver foto).


Segundo paso
3 - Engrasar el papel film con aceite de oliva mediante un pincel o cualquier otra herramienta. Incorporar cuidadosamente el huevo, que quedará recogido gracias a encontrarse en el interior del cuenco o taza.
4 - Salpimentar al gusto. 



Con aceite de trufa y sal


Con aceite de ajo y perejil 
5 - Añadir especias u otros ingredientes troceados que acompañen con criterio al resto del plato.


No ha sido difícil
6 - Unir las puntas del film, retirar el aire del interior del film a medida que se forma el saquito, dar unas vueltas y terminar atando. 


Operación cocción


¡Listo!
7 - Cocerlos en agua hirviendo durante cuatro minutos, retirar los huevos del cazo y pasar a un recipiente con agua fría y hielo para cortar la cocción*.


Sobre patatas en salsa verde
8 - Disponer lo huevos poché sobre el plato, servir, y a..................¡¡triunfaaaaaaaaaaaaar!!!

* Si no os quedasen perfectamente conformados a la primera, colgar el cartel de ESTO NO ES UN RESTAURANTE, bien visible para los invitados.

9 comentarios:

marian dijo...

Como el pisto lleva cebolla frita, me quedo con los de la salsa verde.
Con este plato quedas ante los comensales como un artista culinario.

Sirgatopardo dijo...

Yo la cebolla, siempre la paso por la túrmix. Como habrás podido comprobar, es sencillo y lúcido, tipo masterchef...

Juan Nadie dijo...

Sí, un plato de artista, aunque parece trabajoso, o por lo menos delicado para los "patas", entre los que naturalmente no me cuento.

Lo que se puede decir de la cebolla, oiga. Genial Barnes.

Sirgatopardo dijo...

Para tipos tranquilos y pacientes, o sea, como un servidor...

marian dijo...

Y su iPad...

marian dijo...

Claro que no te cuentas, no pisas la cocina.

marian dijo...

Lo de envolver el huevo en plástico no lo sabía. Y tengo que hacerlo.

Sirgatopardo dijo...

Tiene la ventaja de poder incluir otros componentes aromáticos.

marian dijo...

Eso ya no sé, empezaré por echarle sal nada más y conservar el sabor original del huevo, que con la salsa verde está muy rico.