| Las albóndigas de bacalao | 
Empecé a  cocinar  tarde.  En  mi   infancia,  el   remilgado proteccionismo habitual   rodeaba  las actividades  de  las  cabinas  electorales,   el   lecho  conyugal   y   el   banco  de  la  iglesia.  No advertí   la  existencia  de  un   cuarto  lugar  secreto —secreto,   al  menos,   para  los  chicos—  en   la  familia  inglesa  de  clase media:   la  cocina.  De  ella  salían  mi  madre  y   las  comidas —comidas a  menudo  basadas  en   la  producción   del   huerto  de  mi   padre—,   pero  ni   él   ni   mi   hermano  ni   yo  hacíamos  pregunt as,   ni   se  nos  alentaba  a  formularlas,   sobre  el   proceso  de transformación.  Nadie ll egaba hasta el  extremo de decir que cocinar era de mariquitas;  era tan  sólo algo para lo que no servían  los varones domésticos.  Las mañanas de colegio mi padre  preparaba  el   desayuno  —gachas  recalentadas  con   jarabe  dorado,   beicon,   una  tostada—  mientras  sus  hijos  se  dedicaban   a lustrarse  los  zapatos  y   a  las  tareas  de  la  cocina estufa:   rastrillar  las  cenizas,   rellenarla  de  carbón .
Pero  estaba  claro  que  la  competencia  culinaria  masculina  se  limit aba  a  estos  escarceos  matutinos.   Quedó  de  manifiesto  una  vez   que  mi   madre  estaba  ausente. Mi   padre  me preparó el  almuerzo para llevarme y ,  sin  comprender la t eoría del  bocadillo,  insertó con  cariño ingredientes que él  sabia que me gustaban  mucho.  Pocas horas después,  en  un  tren  de la zona sur que había de llevarme a un  campo de deporte fuera de la ciudad,  abri  mi  bol sa del  almuerzo delante de otros jugadores de rugby.  Mis bocadillos estaban  empapados,  se rompían   en   pedazos  y   eran   de  un   color  rojo  vivo  a  causa  de  la  remolacha  paternalmente  cortada;   se  sonrojaron   por  mi   del   mismo  modo  que  y  me  sonrojaba  por  quien   los  había preparado.
Y   de  la  cocina  cabía  decir  lo  mismo  que  del   sexo,   la  religión   y   la  política;   cuando  empecé  a  averiguar  cosas  por  mi   cuenta,   era  demasiado  tarde  para  preguntar  a  mis padres. 
Ellos  no  me  habían   instruido  y   yo  les  castigaría  no  preguntándoles  nada. Yo  tenía  veintitantos  años  y   estudiaba  para  obtener  el   título  de  abogado;   alguna  comida  de  las  que  me inventaba por entonces era criminal.  En  lo alt o de mi  escala estaba la chuleta de cerdo ahumada,  con  guisantes y  patatas.  Los guisantes eran  congelados,  por supuesto;  las patatas, de  lata,  previamente peladas,  venían  en  una salmuera dulzona que me gustaba beber;  la chuleta era distinta de cualquier cosa posteriormente descrita con  este nombre.  Deshuesada, previamente modelada y  de un  color  rosa  luminoso,  se distinguía por su  capacidad de mantener una  tonalidad  fluorescente por más  tiempo que  la asaras.  Esto daba mucha  libertad al chef   no  estaba  poco  hecha  a  menos  que  estuviese  claramente  fría,   ni   quemada  a  no  ser  que  estuviera  negra  como  el   carbón   y   ardiendo.   Luego  se  vertía  una  copiosa  cantidad  de mantequilla  sobre  los  guisantes,   las  patatas  y,   por  lo  general,   también   sobre  la  chuleta.
Los factores clave que regían  mi  «cocin a» de aquel  tiempo eran  la pobreza,  la desmaña y  el  conservadurismo gastronómico.  Otros quizá hubieran  vivido a base de despojos;  la lengua en  conserva era lo único que yo soportaba,  aunque la carne envasada sin  duda contenía partes del  cuerpo a las que yo no habría dispensado una buen a acogida en  su  forma original.  Una  materia básica era el  pecho de cordero:  fácil  de asar,  no resultaba nada complicado saber cuándo estaba hecho y  alcanzaba para tres comidas sucesivas por alrededor de un  chelín.  Después me gradué en  paletilla de cordero.  La servía con  un  enorme pastel  de puerro,  zanahoria y  patata preparado Según  uns receta del  Evening Stan dard de Londres. 
La  salsa  de  queso  del   pastel   tenía  siempre  un   fuerte  sabor  a  harina,   aunque  disminuía  poco  a  poco  con   cada  recalentado  cotidiano.  Hasta más  tarde  no  averigüe  por qué.
Entre  las  visitas,   trascendió  que yo  cocinaba.   Mi   padre  observó  esta  novedad  con   la  misma  suspicacia  benévola  liberal   que  habí a  most ado  cuando  me  sorprendió  leyen do  El manifiesto comunista o cuando le obligué a escuchar los cuartetos de cuerda de Bartók.  Si  no va a peor,  parecía expresar su  actitud,  es probable  que pueda soportarlo.  Mi  madre era más  feliz;   sin   hijas,   al  menos  t enía  un   hijo  que  en   retrospectiva  apreciaba  los  años  qu e  ella  había  pasado  en   los  fogones.
Julian Barnes - El perfeccionista en la cocina
Como el que más y el que menos, me refiero a mis coetáneos, se siente identificado con lo escrito por el amigo Julian Barnes, vamos a dejar claro de una vez que nos hemos librado de complejos de ese tipo y que ya comenzamos a cocinar casi tan bien como nuestras propias madres, que ya es mucho decir. Para tal fin, nos arrancaremos con unas albóndigas de bacalao en salsa vizcaína, con las que nuestras progenitoras se chuparán los dedos de tres en tres.
Grado de dificultad: Librarse del complejo de Edipo (versión gastrómica). 
Ingredientes: 
Para las albóndigas:
- Bacalao desalado
| Algunos ingredientes fundamentales | 
- 1/4 pimiento rojo
- 2 huevos de corral
- 1 trozo (optativo) de calabacín
- Pan rallado
| Otros ingredientes | 
- Aceite de perejil y ajo
- Sal y pimienta al gusto
Para la salsa vizcaína:
- 2 dientes de ajo
- 1 cebolla morada
- 1 zanahoria
- 4 cucharadas de carne de pimiento choricero
- Un trocito de tocino ibérico (optativo y con prudencia)
- Sal y pimienta 
Manos a la obra: 
1 - Poner a Ana Moura y Tim Ries jazz-fadeando "No Expectations" de Jagger/Richards.
| Operación pochado | 
| Bacalao desmigado | 
3 - Mezclar el bacalao desmenuzado previamente pochado con una cucharada de carne de pimiento choricero, las verduras, un huevo y el pan rallado. Salpimentar al gusto y añadir el aceite de perejil y ajo. 
4 - Formar bolas, empanar con pan rallado y huevo batido. Freír ligeramente las albóndigas. Reservar.
6 - Elaborar la salsa vizcaína pochando a fuego muy lento el ajo y la cebolla durante 45 mintos.
7 - Incorporar la zanahoria y pochar otros 15 minutos más*.
8 - Añadir la carne de pimiento choricero, dar un par de vueltas, triturar y colar con el chino.
| Mezclando sabores | 
9 - En una cazuela plana, cocer las albóndigas durante cinco minutos con la salsa vizcaína.
10 - Servir, y a........................¡¡¡triunfaaaaaaaar!!!
* Se puede introducir carne de guindilla picante o un chorrito de Tabasco para darle un toque canalla.
12 comentarios:
El hipo! El complejo del hipo!, que dirían Les Luthiers.
Genial el texto de Barnes y el comentario del Gato.
Y las albóndigas seguro que también.
Las albóndigas........a la altura del texto de Barnes.
¿Te dio el hipo mientras tecleabas?
Gran avance masculino el de meterse sin complejos en las cocinas.
Algunos la bordan, he aquí la prueba.
Lo bordamos, y sin hilo...
Eh, pero la casa tiene más dependencias que también hay que atender.
¡Viva Cañete!
Es mi héroe.
¡Qué pareja!
Me refiero, por supuesto, a Cañete y Valenciano.
Insisto. Ante el dilema entre la Valenciano y el Cañete, me quedo con éste último.
Igual es que me he tomado algo...
Es que eso que tomas no puede ser bueno.
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