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Aspecto final de la receta |
El gourmet jamás olvida el nombre del muerto. Es más, mientras se lo come hace expresa mención de él, sea jabalí o alcachofa, y recuerda otros asesinatos y decoraciones anteriores, porque el placer de comer suele ir acompañado del de la memoria de pasados festines. Entre la arbitraria e hiperbólica adjetivación del gourmet abunda el término “memorable”. El gourmet devora dos veces al mismo tiempo, lo que come y lo ha comido. La cocina es una metáfora ejemplar de la hipocresía de la cultura. El llamado arte culinario se basa en un asesinato previo, con toda clase de alevosías. Si ese mal salvaje que es el hombre civilizado arrebatara la vida de un animal o de una planta y se comiera los cadáveres crudos, sería señalado con el dedo como un monstruo capaz de bestialidades estremecedoras. Pero si ese mal salvaje trocea el cadáver, lo marina, lo adereza, lo guisa y se lo come, su crimen se convierte en cultura y merece memoria, libros, disquisiciones, teoría, casi una ciencia de la conducta alimentaria. No hay vida sin crueldad. No hay historia sin dolor.
Nacido como intermediario entre la necesidad y el placer de comer, el gourmet fue siempre un crítico cultural in pectore, formó, pues, una vanguardia orientadora del gusto en la parcela que precisamente da sentido a la palabra gusto. Como institución, nace y se instala en los siglos XVIII y XIX, paralelamente a la institución de la crítica en todas las manifestaciones de la creatividad.
El crítico era y es un orientador del gusto que vendía su propia necesidad, que se autolegitimaba como un guru indispensable, situado por encima del paladar común. La divulgación del saber, la socialización del patrimonio, han relativizado el papel del crítico en todos los territorios de la creatividad. Pero donde el ejercicio crítico de la cultura sigue al parecer ejerciendo de intermediario indispensable es en el territorio de la gastronomía, tal vez porque el saber gastronómico se ha masificado más tardíamente que el literario o el artístico, tal vez porque en gastronomía es casi imposible la buena obra reproducida en serie y en cambio la reproducción en serie ha afectado ya a las artes plásticas, divulgando códigos y goces que en un inmediato pasado sólo estaban al alcance de los coleccionistas y los sibaritas. Todavía a comienzos de este siglo buena parte de la convulsión reformadora de las artes fue posible porque ricos coleccionistas abrían sus salones a los artistas prometedores, antes de convertir en trofeos en piezas socializadas de museo. Ni la industria conservera ni la de la congelación han conseguido crear una cocina de calidad masificada y tal vez por eso el gourmet puede seguir investido de su sacerdocio.
No diré yo que el sacerdocio del gourmet sea tan peligroso como otros sacerdocios. Evidentemente, es menos peligroso que el sacerdocio político o religioso, pero es sacerdocio al fin y al cabo, y nuestro tiempo, aunque a fines del segundo milenio finja una dirección contraria, se caracteriza por la constatación de la inutilidad de las religiones y sus profesionales, por la apología de una cultura de la participación frente a una cultura escindida entre la prepotencia del emisor y la sumisión del receptor. El gourmet ha creado mitos gastronómicos, deificado cocinas nacionaes, introduciendo modas que a veces se convierten en hábitos no replanteados y fomentado, tal vez en su aportación, más positiva, una curiosidad del paladar, tan necesaria como la curiosidad de la retina que ha hecho posible que el mismo ojo degustador de Goya pueda degustar un Bacon o un Henry Moore. Dado que el rito gastronómico se basa en el fuego, conserva, como la cerámica, algún parentesco con la magia y la imprevisibilidad del resultado, aunque se produzca a partir de ingredientes fijos y programados: dos bacalaos al pilpil jamás son exactamente iguales entre sí, ni dos oreilles à la belle Aurora. En nombre de un ritual aparentemente inocente, el gourmet convierte en delicadeza actos de crueldad que puedan extremar la futura sensación de placer en el paladar. Bastará una breve enumeración de crueldades normalmente admitidas en cocina: cocer vivos a los caracoles después de haberlos lavado con agresivos vinagres; mutilar langostas y echarlas vivas a la olla llena de agua hirviendo; ahogar pajaritos en vino para que todas sus células se emborrachen, así como el breve aire que almacenan sus pechos asfixiados. Hastiado de carnes convencionales, el gourmet se jacta del gusto fuerte de los animales cazados, no sacrificados, porque la muerte en huida endurece el músculo y sólo mediante la maceración posterior las carnes atemorizadas acuerdan un justo punto.
También se glosa la gloria de la matanza del cerdo, acto bárbaro en el que el nimal es conducido al degüello mediante un garfio clavado en su hocico, sin que sus alaridos aterrorizados provoquen otra que la urgencia crispada del matarife, muchas veces inexperto, amateur.
Brillat-Savarin, padre espiritual de tan bárbaros cultos, sostenía que el papafigo o becafigo es el más delicioso de los pájaros. Pero no le extasiaban sus trinos o sus graciosos ladeamiento de cabeza, si no sus suaves carnes, que proponía comer sólo apenas saladas y con maneras sumamente expeditivas: “Pocos saben comer estos pajarillos: he aquí el método, tal como me ha sido transmitido, confidencialmente, por el canónigo Charcot, gourmand por estado y gastrónomo perfecto, treinta años antes de que se conociera su nombre. Tómese por el pico uno de estos pajarillos gordos y espolvoréese con un poco de sal; quítesele el buche; métase diestramente en la boca; muérdase y córtese diestramente con los dientes muy cerca de los dedos, y mastíquese con rapidez. Se obtiene así un jugo tan abundante que envuelve todo el órgano y se obtiene así un plato desconocido por el vulgo”. Mejor connotación de la miseria y grandeza de un gourmet, imposible. Complicidad confesional de secta entre el canónigo y el gastrósofo y conciencia de paladar exquisito, por encima del vulgo. Excepto el canibalismo y la utilización del hombre como manjar de bestias, Brillat, y cualquier gourmet, lo acepta todo. Aquel gran cínico ilustrado reprochó en su Fisiología del gusto que un gourmet romano, Vadio Polión, cebara a sus lampreas de vivero con los cuerpos de algunos de sus esclavos, extremo que le reprochó el emperador Domiciano. “Debería haberle castigado”, opina, muy humanistamente, Brillat-Savarin; sin atender a que también las ostras, las almejas, los mejillones tiene sentido del dolor y que cualquier buen comedor de marisco se jacta de comerlos vivos”. En cualquier caso, por lo leído, se me antoja que la cultura burguesa, de la que proceden los gourmets contemporáneos, jamás consiguió ni conseguirá crear gourmets tan exhibicionistas e insoportables como los romanos. No hablemos ya del cretino de Apicio –tendrá su capítulo--, capaz de guisar talones de hipopótamos, y limítese mi contenida indignación a citar a Jean-François Revel, que en Festín en palabras, cuenta que los gourmets romanos, según testimonio de Juvenal, “…al primer bocado distinguían una ostra de Circeo de Ikas de la roca de Lucrina, o de los fondos de Rutupia y eran capaces de dictaminar, al primer golpe de vista, en qué orilla había sido capturado un erizo”.
Pero ¿qué es un gourmet? La Real Academia Española sólo acepta el término gastrónomo y lo define como “persona aficionada a comer bien”. ¿Mucho? ¿Sanamente? ¿Con buenos modales? En el pasado se utilizaron términos como gastrofía o gatrósofo, que etimológicamente quiere decir ciencia del estómago y sabio del estómago. Un experto en gastronomía como Carlos Delgado en su diccionario sobre la materia connota mejor que la Real Academia la significación de gastronomía: “Arte de preparar y apreciar una buena comida”, cerca del concepto englobador de “anfitrión” con el que Grimod de La Reynière definía al “organizador” de una buena comida. El copríncipe de la gastronomía, junto a Brillat, desdeña el concepto “gastronomía” y reivindica el de “anfitrión”: “Un especialista ante todo –matiza Xavier Domingo en su prólogo a Manual de anfitriones y guía de golosos de Grimod—. A la cabeza de un pequeño ejército de profesionales a su servicio, cocineros, maîtres, pinches y mayordomos, posee a la perfección el arte combinatorio de la comida, da la norma, reúne a la sociedad y en definitiva mueve todo el tinglado del “circuito nutritivo” al que aporta hallazgos, añade productos y reforma constantemente gracias a su comedido afán de novedades golosas y a su voluntad de que las cosas de la cocina adelanten y progresen, siempre dentro de un orden, claro está. El anfitrión, políticamente, pertenece a la rara especie de los “conservadores progresistas”. Su casa es su centro social, y el centro de su casa es la cocina y el comedor. Un laboratorio y un gabinete de trabajo y placer”.
El Larousse gastronomique dice que el gastrónomo es aquel “…gourmet que sabe analizar sus sensaciones gustativas”, según la definición clásica de Simon Arbellot. Pero luego la voz gourmet se convierte en una nebulosa de negaciones más que de afirmaciones y reduce el concepto a “experto en degustaciones de vinos y aguardientes”. Un gourmand en cambio sería originalmente un glotón, aunque Brillat, al que recurre el Larousse como cita de autoridad, reaccionara contra esta concepción y la acerca explicativamente a la definición de gastrónomo que hemos tomado de Carlos Delgado. Gourmet sería, pues, un experto que aprecia una buena comida, puede descodificarla y proponer nuevos códigos de conducta gastronómica. Grimod prefiere emplear la palabra goloso, no reducida a la acepción castellana de partidario de los dulces, sino como “…aquel que tiene un gusto refinado cuyo origen reside en un paladar exquisitamente delicado, logrado tas una larga experiencia. En él todos los sentidos deben acoplarse al gusto, pues tiene que saborear los bocados antes incluso de llevárselos a la boca. Es decir, que mirada debe ser penetrante, su oíd alerta, su tacto fino y su lengua hábil. Así el goloso que la Academia nos pinta como un ser grosero es por el contrario un ser dotado de una extraordinaria delicadeza y de vigorosa salud.”
Grimod de la Reynière utiliza todos los sentidos para la operación golosa, pero evidentemente la fisiología del gusto se basa en el gusto y el olfato, aunque la vista intervenga como instrumento de propuesta. Brillat-Savarin constata que el sentido del gusto es tan importante como el genésico o el del amor físico, el que nos lleva hacia el otro como objeto de deseo sexual y como pulsión hacia la reproducción. El gusto nos ayuda a sobrevivir mediante la combinación de la nutrición y el placer y acaba siendo, tanto en Brillat como en Grimod, la clave de una filosofía total sobre la vida y el mundo los otros. Influido por el cientifismo naturalista, Brillat busca los fundamentos científicos del gusto mediante la descripción de los órganos que lo hacen posible y cómo se combinan lengua, cavidad bucal y narices para conseguir el resultado feliz del paladear y apreciar la textura y el aroma de los alimentos manipulados por la cultura culinaria. Más fríamente, el científico Goudot Perrot en Los órganos de los sentidos nos dice que el gusto se basa en la quimiorreceptividad y la quimioselección de las sustancias disueltas, divididas en sípidas e insípidas. Las que nos interesan son las sípidas, y no hay mucho de donde elegir: ácidas, saladas, dulces, amargas.
Cualquier excelente plato puede explicarse meditante la siguiente jerga: holósidos, heterósidos, halógenos, sulfurados, alcaloides, etc., etc., y una combinación de pH 2, 63 con Mg + 2 y Ag + 2 igual sabe como para chuparse los dedos. El lenguaje científico, cuando deja de ser ambiguo, arruina la poesía; al fin y al cabo, cualquier alimento se descompone en proteínas, lípidos y glúcidos; y el ajo, tan presente en la cocina española, no es otra cosa que una combinación afortunada de aromas sulfurosos. Sic transit gloria mundi.
Si una aproximación científista a la hora de “comer bien” te deja por los suelos la moral de gourmet que puedas conservar, cuando en esta juerga se mete el antropólogo te hunde en la más negra miseria de las creencias; y si aún te quedan fuerzas para enfrentarte a una sociología de la cocina es ya casi in articulo mortis y sólo te queda el recurso de hacer tuya la máxima de Mika Waltari: La vida es una borrachera y la muerte su resaca.
“En el cuerpo a cuerpo culinario se expresan miles de cuerpos, mil bocas que tragan, mil anos que excretan, mil vientres que gruñen y millares de alimentos preparados, socializados, soñados que nos asaltan de uno a uno, burlándose de la institución, estallando en lo imaginario alternativa y simultáneamente.” Socióloga tenía que ser Noëlle Châtelet para sostener tal visión de La aventura de comer, en el polo opuesto del anfitrión, el gourmet, el gourmand, el gastrónomo. Entre el estructuralismo y el psicologismo, la señora Châtelet ve la cocina como el vientre de la casa, el lugar donde viene “la cosa absorbida”, sea el pan con mantequilla o el más complejo salmis de pato y, en definitiva, “lo absorbido” se limita a pasar de la “máquina boca” a la “máquina ano” por una distancia no tan corta como la línea recta, porque el recorrido se complica en la “máquina intestinal”. El dilema del comedor actual, arremete cruelmente madame Châtelet, se centra en elegir entre la obsesión médica por la maquinaria orgánica y el proceso de identificación buco-anal, sin que le sirva la síntesis de Feuerbach de que “el hombre es lo que come”. Tan dramática es esta tensión, experimentada por el gourmet filósofo, sobre todo si es estructuralista y respeta a Deleuze, quien sueña en un sí mismo sin órganos que se opongan al placer espontáneo de la relación feliz entre la máquina boca y la máquina ano. ¿Defecar no será, acaso, la confirmación de que nuestras vidas son los ríos que van a la mar, que es el morir, metáfora fija en el tratamiento del ubi sunt de la poesía medieval? Hasta los más líricos poetas de lo gastronómico, como Curnonsky, abastecen a madame Châtelet de ejemplos que confirman su tesis. Se come y al hacerlo se hace el amor e, invirtiendo la relación, hacer el amor siempre tiene algo de ejercicio caníbal, porque la boca es un órgano vivo que se rige por su propia conciencia de avidez, de absorber, como una pulsión original de todo lo vivo para sobrevivir. La socióloga-antropóloga nos reserva una sorpresa hispanista para el final de su alucinante análisis de la operación de comer: “El huevo nos ha conducido hasta el ojo y el ojo hasta el culo: ahí tenemos como, de forma inesperada, cerramos el círculo, cerramos el círculo con el texto ya citado de Quevedo, Gracias y desgracias del ojo del culo, en el que el culo se compara constantemente con el sol por el lugar central que ocupa geográficamente y simbólicamente en la escala corporal ¿No es la prueba que buscábamos?”. Es una respuesta que sólo la señora Châtelet está en condiciones de darse a sí misma.
Una reflexión sobre la cocina sólo puede hacerse desde el desenfado, aunque esta declaración de principios implique el riesgo de analistas al modo chateleriano que descubran el complejo de culpa que subyace en todo partidario de la felicidad. Ser partidario de la felicidad implica un ejercicio de desalienación constante ejercido incluso contra una excesiva toma de partido en pro de la felicidad. La gastronomía es un saber gratuito donde los haya, porque modifica artificialmente la relación saber-necesidad de la alimentación. Sólo se puede reivindicar desde un espíritu lúdico que implique la misma toma de posición gastronómica, y en cuanto el gourmet cae en la tentación del sectarismo y el dogma, se convierte en un pedante árbitro de la nada.
Afortunadamente, los comentaristas de la cocina modernos –y los españoles se incluyen entre ellos— han rechazado el modelo del gourmet selectivo y dictador, codificador de conductas, y lo han sustituido por el orientador irónico que propone un conocimiento cómplice a través del filtro de la ironía condescendiente con un vicio inocente. La gravedad sobre el conocimiento gastronómico se la reservan gourmets advenedizos refugiados en el penúltimo territorio de singularidad que le queda a la obra única y fugaz, o bien científicos que desde la antropología o la sociología convierten la gastronomía, cuando no la simple alimentación, en la prueba de esquemas cientifistas que tratan de hacer coincidir con un conocimiento sistemático de la conducta humana, individual y socialmente. No es que no pueda o no deba realizarse esta aproximación cientifista, pero, al igual que la aproximación del gourmet, tiene a ser mutiladora de una relación libre y placentera con el comer como goce en el que participan el espontaneísmo y la cultural, el azar ya la necesidad.
El conocimiento antropológico clarifica sobre todo el origen de la alimentación y sus rituales. El social-histórico explica la evolución de los usos alimentarios ligados a la evolución del conocimiento aplicado a la explotación del medio ambiente considerado como fuente de alimento en relación con el trabajo humano. Finalmente, el conocimiento estrictamente gastronómico implica memoria arqueológica de situaciones gastronómicas reconstruidas con la ayuda de la imaginación y la propia experiencia del comentarista, convertido en cronista de un instante de la evolución del gusto. El gourmet es otra cosa. Es un sacerdote ensimismado, esclavo de la drogadicción del sabor singular y envilecido a partir del momento en que se socializa, desde la dimensión del grupo de iniciados hasta la de la sabiduría convencional de una mesocracia del paladar. Normalizar el conocimiento gastronómico me parece una tarea menor, pero por eso me apetece, en un contexto en que todo saber menor se esfuerza por ponerse tacones postizos que aumenten su estatura. La gastronomía tiene una lógica histórica y una estructura sociológica que refleja la sociedad que la contempla.
Contra los gourmets, la búsqueda de un saber normalizado e irónicamente socializado. Contra los gourmets como aprendices de teólogo, aunque no sea la suya la única ni la peor teología que se cierne sobre la operación de comer.
Manuel Vázquez-Montalbán - Contra los gourmets
Vamos hoy con una receta sana y cuasivegetariana, rescatada para los adoradores de los productos porcinos, con la milagrosa inclusión de un polvo de chorizo.
Grado de dificultad : Saber poner en funcionamiento el microondas
Ingredientes:
- 1 puerro
- 2 zanahorias
- Un manojo de acelgas
- 1 patata
- 1 calabacín
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Los ingredientes pueden ser infinitos |
- Un vaso de agua
- Un trozo de chorizo de sarta o similares cortado en rodajas
- Sal y pimienta al gusto
- Un chorro de aceite de oliva virgen
- Papel de horno
Manos a al obra: