martes, 20 de mayo de 2014

Albóndigas de bacalao con salsa vizcaína

Las albóndigas de bacalao

Empecé a cocinar tarde. En mi infancia, el remilgado proteccionismo habitual rodeaba las actividades de las cabinas electorales, el lecho conyugal y el banco de la iglesia. No advertí la existencia de un cuarto lugar secreto —secreto, al menos, para los chicos— en la familia inglesa de clase media: la cocina. De ella salían mi madre y las comidas —comidas a menudo basadas en la producción del huerto de mi padre—, pero ni él ni mi hermano ni yo hacíamos pregunt as, ni se nos alentaba a formularlas, sobre el proceso de transformación. Nadie ll egaba hasta el extremo de decir que cocinar era de mariquitas; era tan sólo algo para lo que no servían los varones domésticos. Las mañanas de colegio mi padre preparaba el desayuno —gachas recalentadas con jarabe dorado, beicon, una tostada— mientras sus hijos se dedicaban a lustrarse los zapatos y a las tareas de la cocina estufa: rastrillar las cenizas, rellenarla de carbón .

Pero estaba claro que la competencia culinaria masculina se limit aba a estos escarceos matutinos. Quedó de manifiesto una vez que mi madre estaba ausente. Mi padre me preparó el almuerzo para llevarme y , sin comprender la t eoría del bocadillo, insertó con cariño ingredientes que él sabia que me gustaban mucho. Pocas horas después, en un tren de la zona sur que había de llevarme a un campo de deporte fuera de la ciudad, abri mi bol sa del almuerzo delante de otros jugadores de rugby. Mis bocadillos estaban empapados, se rompían en pedazos y eran de un color rojo vivo a causa de la remolacha paternalmente cortada; se sonrojaron por mi del mismo modo que y  me sonrojaba por quien los había preparado.

Y de la cocina cabía decir lo mismo que del sexo, la religión y la política; cuando empecé a averiguar cosas por mi cuenta, era demasiado tarde para preguntar a mis padres. 

Ellos no me habían instruido y yo les castigaría no preguntándoles nada. Yo tenía veintitantos años y estudiaba para obtener el título de abogado; alguna comida de las que me inventaba por entonces era criminal. En lo alt o de mi escala estaba la chuleta de cerdo ahumada, con guisantes y patatas. Los guisantes eran congelados, por supuesto; las patatas, de lata, previamente peladas, venían en una salmuera dulzona que me gustaba beber; la chuleta era distinta de cualquier cosa posteriormente descrita con este nombre. Deshuesada, previamente modelada y de un color rosa luminoso, se distinguía por su capacidad de mantener una tonalidad fluorescente por más tiempo que la asaras. Esto daba mucha libertad al chef no estaba poco hecha a menos que estuviese claramente fría, ni quemada a no ser que estuviera negra como el carbón y ardiendo. Luego se vertía una copiosa cantidad de mantequilla sobre los guisantes, las patatas y, por lo general, también sobre la chuleta.
Los factores clave que regían mi «cocin a» de aquel tiempo eran la pobreza, la desmaña y el conservadurismo gastronómico. Otros quizá hubieran vivido a base de despojos; la lengua en conserva era lo único que yo soportaba, aunque la carne envasada sin duda contenía partes del cuerpo a las que yo no habría dispensado una buen a acogida en su forma original. Una  materia básica era el pecho de cordero: fácil de asar, no resultaba nada complicado saber cuándo estaba hecho y alcanzaba para tres comidas sucesivas por alrededor de un chelín. Después me gradué en paletilla de cordero. La servía con un enorme pastel de puerro, zanahoria y patata preparado Según uns receta del Evening Stan dard de Londres. 

La salsa de queso del pastel tenía siempre un fuerte sabor a harina, aunque disminuía poco a poco con cada recalentado cotidiano. Hasta más tarde no averigüe por qué.
Entre las visitas, trascendió que yo cocinaba. Mi padre observó esta novedad con la misma suspicacia benévola liberal que habí a most ado cuando me sorprendió leyen do El manifiesto comunista o cuando le obligué a escuchar los cuartetos de cuerda de Bartók. Si no va a peor, parecía expresar su actitud, es probable  que pueda soportarlo. Mi madre era más feliz; sin hijas, al menos t enía un hijo que en retrospectiva apreciaba los años qu e ella había pasado en los fogones.

Julian Barnes - El perfeccionista en la cocina

Como el que más y el que menos, me refiero a mis coetáneos, se siente identificado con lo escrito por el amigo Julian Barnes, vamos a dejar claro de una vez que nos hemos librado de complejos de ese tipo y que ya comenzamos a cocinar casi tan bien como nuestras propias madres, que ya es mucho decir. Para tal fin, nos arrancaremos con unas albóndigas de bacalao en salsa vizcaína, con las que nuestras progenitoras se chuparán los dedos de tres en tres.


Grado de dificultad: Librarse del complejo de Edipo (versión gastrómica). 

Ingredientes: 

Para las albóndigas:
- Bacalao desalado
Algunos ingredientes fundamentales
- 1/2 pimiento verde
- 1/4 pimiento rojo
- 2 huevos de corral
- 1 trozo (optativo) de calabacín
- Pan rallado

Otros ingredientes

- Aceite de perejil y ajo
- Sal y pimienta al gusto

Para la salsa vizcaína:
- 2 dientes de ajo
- 1 cebolla morada
- 1 zanahoria
- 4 cucharadas de carne de pimiento choricero
- Un trocito de tocino ibérico (optativo y con prudencia)
- Sal y pimienta 

Manos a la obra: 
1 - Poner a Ana Moura y Tim Ries jazz-fadeando "No Expectations" de Jagger/Richards.


Operación pochado
2 - Pochar las verduras a fuego lento.


Bacalao desmigado

3 - Mezclar el bacalao desmenuzado previamente pochado con una cucharada de carne de pimiento choricero, las verduras, un huevo y el pan rallado. Salpimentar al gusto y añadir el aceite de perejil y ajo. 
4 - Formar bolas, empanar con pan rallado y huevo batido. Freír ligeramente las albóndigas. Reservar.
6 - Elaborar la salsa vizcaína pochando a fuego muy lento el ajo y la cebolla durante 45 mintos.
7 - Incorporar la zanahoria y pochar otros 15 minutos más*.
8 - Añadir la carne de pimiento choricero, dar un par de vueltas, triturar y colar con el chino.

Mezclando sabores

9 - En una cazuela plana, cocer las albóndigas durante cinco minutos con la salsa vizcaína.
10 - Servir, y a........................¡¡¡triunfaaaaaaaar!!!

* Se puede introducir carne de guindilla picante o un chorrito de Tabasco para darle un toque canalla.

12 comentarios:

Juan Nadie dijo...

El hipo! El complejo del hipo!, que dirían Les Luthiers.
Genial el texto de Barnes y el comentario del Gato.
Y las albóndigas seguro que también.

Sirgatopardo dijo...

Las albóndigas........a la altura del texto de Barnes.

marian dijo...

¿Te dio el hipo mientras tecleabas?

marian dijo...

Gran avance masculino el de meterse sin complejos en las cocinas.
Algunos la bordan, he aquí la prueba.

Sirgatopardo dijo...

Lo bordamos, y sin hilo...

marian dijo...

Eh, pero la casa tiene más dependencias que también hay que atender.

Sirgatopardo dijo...

¡Viva Cañete!

Juan Nadie dijo...

Es mi héroe.

marian dijo...

¡Qué pareja!

marian dijo...

Me refiero, por supuesto, a Cañete y Valenciano.

Sirgatopardo dijo...

Insisto. Ante el dilema entre la Valenciano y el Cañete, me quedo con éste último.
Igual es que me he tomado algo...

Juan Nadie dijo...

Es que eso que tomas no puede ser bueno.